El término “Ultraviolence” fue acuñado por el escritor Anthony Burgess en su archiconocida novela “La naranja mecánica” (1962) y describe la “violencia gratuita” por antonomasia, “la violencia por la violencia” entendida como pasatiempo, capricho, azar, absurdo, o juego macabro. Como nota al margen, es interesante su analogía con el concepto kantiano de su estética idealista de “el arte por el arte” en la que el propio arte no necesita mayor explicación y propugna su carácter libertario. Aparte de Stanley Kubrick, otros cineastas -como el austríaco Michael Haneke– han puesto en práctica la ultraviolencia de forma brillante y sobrecogedora en películas como “Funny games” (1997/2007), en sus dos versiones clónicas alemana y americana, en la que dos adolescentes torturan y asesinan a una familia de clase media como si estuvieran practicando un golpe de golf.
Esos adolescentes parecen corresponder al usuario tipo del videojuego en primera persona (shooter) o de estrategia, en los que la sangre virtual mana a raudales, juegos como “Assassin’s Creed” o “Grand Theft Auto”. La cuestión es, ¿dónde está la frontera entre realidad y ficción? O mejor, ¿son nuestros hijos capaces de no traspasarla como lo hicieron los chavales de Columbine o de Newtown? Lo que es evidente es que el mecanismo psicológico para que una persona sana pueda llegar a cometer tales asesinatos colectivos es pensar que sus semejantes ya no son personas, exactamente la misma estrategia que los Einsatzgruppen de las SS hitlerianas aplicaban en sus matanzas de judíos durante la Segunda Guerra Mundial.
Lana del Rey tituló su segundo álbum de estudio “Ultraviolence” en un tour de force que no deja de ser muy llamativo, y que no hace sino ahondar en sus presupuestos antifeministas de pasividad y ambigüedad hacia la violencia de género que ya dejó bien a las claras en su álbum de debut “Born to Die” -el título ya lo dice todo-, y que continúa desarrollando en la canción que da título al disco y en la que se despacha sin rubor con frases como: “Él me pegó y me pareció como un beso [..] Dame toda tu ultraviolencia. Haré todo lo que quieras por ti, amor. Te querré para siempre”. Es, sin embargo, destacable el estilo decadente, pop, melódico, y a veces edulcorado de su música, que contrasta con sus transgresoras y políticamente incorrectas letras. Para cerrar el círculo, a finales de 2014 se generó un gran revuelo al aparecer la cantante en un video de la canción “Sturmgruppe”1 de Marilyn Manson -de reminiscencias explícitamente nazis- siendo “salvajemente violada”, eso sí, con una estética claramente idealizada y con códigos performativos típicos del porno. La ambivalencia hacia una violencia entre “soft” y “hard“ en la sociedad actual es una demostración de una cierta indiferencia o laissez faire generalmente aceptado que a los artistas plásticos no les pasa desapercibido. Artists Anonymous son muy explícitos a la hora de tratar este tema, con una estética de francachela y desenfreno, de circo y cómic. Lo mismo ocurre con Yann Leto (Libourne, Francia, 1979) que transgrede de la forma más irreverente y ácida los iconos y tabúes del presente. Ellen Kooi (Leeuwarden, Holanda, 1962) es un buen ejemplo de violencia soterrada y que casi siempre nos pasa desapercibida, pero que está latente en algunos de sus personajes. Por su parte, Cecilia de Val (Zaragoza, 1971) despliega una extraordinaria capacidad para contar historias de corte cinematográfico, con una puesta en escena siempre inquietante, y a veces entroncada con el género fantástico. Diana Larrea (Madrid, 1972) critica la violencia en la represión de la libertad de manifestación. Por último, Peio Izcue (Pamplona, 1974) denuncia la inmoralidad de los paraísos fiscales como refugio de los corruptos y defraudadores de nuestra época.
Comisariada por Juan Curto
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