Los paisajes de Irene Sánchez Moreno (Granada, España, 1983) -visualmente vibrantes y cegadores- se contemplan como una tierra vedada e inaccesible. Paisajes autónomos y protagonistas, pero a la vez marcados -para bien o para mal- por la huella del ser humano. Horizontes que nos provocan una sensación bucólica pero amenazadora, esa doble Arcadia a la que se refería Erwin Panofsky. No obstante, también prevalece un deseo de reconciliación, un intento de afirmación ante una infinitud abismal e inalcanzable.
Una montaña, un tronco seco, o un cielo parcialmente cubierto, deben ser capaces de reflejar plásticamente estados -subjetivos- de conciencia. Es una experiencia del límite que postula un vasto itinerario espiritual más allá de la objetiva representación.
Asimismo, es fascinante la versatilidad, la inconsecuencia a través de las que estos paisajes pasan de las más vacuas curiosidades pintoresquistas a la pura emoción de lo sublime –John Ruskin solía referirse a los Alpes como “catedrales de la tierra”-.
La naturaleza narrativa de su obra nos enfrenta como espectadores a finales abiertos, donde contemplarnos a nosotros mismos desde un punto “elevado” e intencionadamente revelador.
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